Durante mis años de juventud en un internet muy diferente al actual, recuerdo haber leído un thread en Twitter titulado “No me gusta el anime, me gustan las historias”. Intenté buscarlo recientemente, pero parece que quedó enterrado en la ahora caótica plataforma de “X”. El hilo estaba escrito desde la perspectiva de un otaku que ya no se identificaba como tal. Afirmaba que su interés por las historias iba más allá del anime, aunque seguía disfrutando del anime y el manga como medios narrativos.

Recordando aquella discusión, volví a mi adolescencia, cuando tuve mis primeros encuentros con el anime no convencional, es decir, aquel que no se transmitía en televisión. Obras más maduras como Devilman (1987), Lain, Trigun, Ninja Scroll, Love Hina y muchas otras, me atraparon no solo por sus historias nuevas y atrevidas, sino también por la sexualización de los personajes femeninos, que se mostraba de manera sutil, aunque evidente. Durante esa época, el tabú de la sexualización era mucho más fuerte en Occidente, donde las normas morales influían en los contenidos audiovisuales de manera considerable.

Para un joven inexperto que estaba apenas descubriendo el mundo, el atractivo de Evangelion, con sus personajes femeninos en trajes ajustados, se transformaba en una experiencia que también ofrecía conceptos filosóficos profundos, como los que explora Schopenhauer en Parerga y Paralipómena. De esta forma, consumir anime japonés se convirtió en un hábito, donde las narrativas entretenidas y el eye candy formaban parte de mi desarrollo personal.

Sin embargo, al mismo tiempo que yo evolucionaba como alguien con un creciente interés por el escapismo literario, la industria del anime también experimentaba cambios, aunque estos la llevaron a una suerte de estancamiento. Este estancamiento se debía, en parte, a los propios excesos de la comunidad japonesa, donde se explotaba en exceso la romantización de la juventud, especialmente con personajes femeninos (saben a lo que me refiero). La tendencia a evadir la realidad a través de estas historias dejó de centrarse en narrar tramas atractivas y se transformó en una fórmula repetitiva orientada a cumplir con una lista de fetiches específicos, en lugar de ofrecer historias significativas.

Así llegó un momento en el que dejé de sentir interés por ver anime que repetía los mismos clichés. Ya no me resultaba atractivo consumir historias donde personajes femeninos jóvenes, a menudo con cuerpos de adultos, eran presentados en contextos sugerentes y donde el protagonista insípido y poco inteligente servía solo como un avatar para la audiencia. Esto coincidió con el surgimiento del término “moe” a mediados de los 2000, un momento crucial para la industria del anime/manga que, aunque no fue el golpe definitivo, sí fue un cambio importante en su enfoque.

A medida que crecía, mi interés por las historias se expandía a otros medios, como los cómics, los videojuegos, las películas, las caricaturas y los libros. Aunque seguía observando la evolución del anime, me encontraba cada vez más distanciado de su oferta dominante. Sin embargo, no puedo negar que algunas obras más maduras y serias seguían apareciendo, aunque estaban rodeadas de una mayoría de producciones centradas en fantasías escapistas medievales que, aunque a menudo contenían elementos de fan service, no aportaban gran profundidad narrativa (Isekai).

No me sorprende que no sienta ninguna empatía cuando un amigo me recomendó series como One Piece, diciéndome que se pone interesante después de más de 100 episodios. Y más aun cuando hay historias que me cautivan desde el principio, sin necesidad de invertir tanto tiempo para ver si mejoran. Dejando a una lado la ‘pretenciosidad moral’ que se puede percibir de esto último, no significa que haya dejado de disfrutar del anime. De hecho, crecer me permitió redescubrir viejas historias que no pude apreciar en su momento, como Great Teacher Onizuka, Record of Lodoss War o Urusei Yatsura. También he disfrutado de obras más recientes como The Tatami Galaxy y Erased. Sin embargo, al final, lo que me sigue atrayendo no es el formato, sino la historia. Por eso, aunque aprecio el anime, debo decir: no me gusta el anime, me gustan las historias.

  • bazzettM
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    ·
    2 months ago

    Más o menos estamos en las mismas. Como cualquier adolescente buscando alguna cosa a la que aferrarse y con la cual definir su personalidad, yo comencé a meterme en el mundo del animanga a finales de los 90s, cuando descubrí realmente el internet y los mangas importados por Editorial Vid (Love Hina fue mi entrada, Fruits Basket fue mi perdición). Claro que antes ya conocía muchas series, desde Saint Seiya hasta Rayearth, pero no sabía que había un término para eso. Total, que para mis tiempos de bachillerato estaba bien enganchado y ahorraba mi poco dinero para ir a las convenciones y otros lugares de mala muerte (¿Alguien recuerda La Mole y la TNT?).

    Cuando descubrí que había gente bien maja que bajaba los episodios subtitulados de series que nunca había visto, los grababan en un DVD (o VCD) con calidad absurda (25 capítulos por disco, ¡ea!), y te los vendían a precios igualmente ridículos, fue el no va más. Descubrí un chingamadral de animes que nunca hubiera conocido de otra manera (en esos tiempos todavía tenía internet por dial-up). Muchos que todavía recuerdo con gusto (AIR, Haibane Renmei, Kimi ga Nozomu Eien, Full Colors Sketchbook, Haruhi, Lucky Star, Sky Girls, Rocket Girls…) y otros que no tanto, a veces por los pésimos subtítulos (me pasó con Spice & Wolf) o porque la serie no venía completa. Al final, el anime se volvió parte integral de mi vida, aunque nunca me definí como “otaku”, más que nada porque muchos traits asociados no coincidían conmigo, como eso del cosplay o usar palabras y frases japonesas al hablar (lo cual siempre he considerado algo idiota).

    Con el tiempo, y especialmente cuando comencé a trabajar, fui teniendo menos tiempo para animes e igualmente mis pasatiempos migraron a otras cosas, principalmente libros. Aún seguía viendo algunos, y cuando pude poner ADSL en mi casa por fin pude descargar capítulos sin tener que comprarlos por disco (¿Quién se acuerda de las descargas por partes de Megaupload y Mediafire?). Pero muchas de esas series las fui guardando “para después” y llegó un momento donde sólo las bajaba para guardarlas (tengo todavía más de 50 DVDs grabados con series que nunca vi). Y en general esto pasó, como digo, por mi decreciente falta de interés y tiempo. Entonces descubrí que así como había gente que subtitulaba animes, también había gente que lo hacía con los mangas. Eso selló casi por completo mi afición por ver anime: dado que soy mucho más aficionado a leer que a sólo sentarme viendo una pantalla sin hacer nada, migré prácticamente en su totalidad mi afición por el anime a su versión escrita (y eso que los subtítulos también se leen, pero no es lo mismo). Luego comencé con las light novels y eso completó la cosa.

    En general, diría que para mí la frase sería “No me gusta el manga, me gustan las historias”, pero eso tampoco es completamente cierto. Mientras que muchas personas se vuelven snobs o “sibaritas” que sólo leen las historias más “galardonadas” o las más “profundas”, yo procuro leer casi de todo, sean mangas, manhuas, manhwas, webtoons o LNs, sin preocuparme mucho si la trama tiene grandes pretensiones o no. El dibujo es algo aparte, al cual muchas veces no le presto tanta atención. Conque la historia sea lo suficientemente estúpida como para entretenerme, estoy bien servido. Mis excepciones son las series demasiado “mainstream”, o que son enormes. Por eso no pienso leer nunca ni todo One Piece ni todo Naruto. La verdad, tampoco le hago el feo a los isekais: sé perfectamente que la mayoría de ellos son basura para incels, y justo eso es lo disfrutable: son tan malos que hasta son buenos. Aunque hay algunos que se defienden, ¿eh? Por ejemplo, el de Tanya The Evil, y mi favorito: Ascendance of a Bookworm.