No creo en la paz.
Creo en el equilibrio del poder, que es una forma más honesta de llamar a la tregua entre hambres distintas.
La paz es un discurso; el equilibrio, un cálculo.
Yo vivo de eso: de enfriar las cosas cuando están demasiado calientes como para no colapsar el sistema. Cuando los ánimos hierven, alguien me llama. Siempre alguien puede pagar por unos grados menos.

Esa vez me llamó el fiscal, antes del punto de quiebre.
Un hombre de la ley en una ciudad donde la ley apenas es una sugerencia.
Su voz sonaba como si hubiera pasado la noche mordiendo clavos. No dijo mi nombre. Nunca lo hace.
Me pidió tiempo. “Comprar tiempo”, dijo. Le respondí que el tiempo siempre está a la venta, y que cuanto más lo necesitaban, más caro costaba.
Aceptó mis términos sin discutir. Su voz no tembló al prometerme lo que le pedí: tenía demasiado que perder. Si su cabeza rodara, sería el menor de sus problemas.

Dos noches después me reuní con los jefes, en la capilla abandonada a las afueras de la ciudad.
Alguna vez fue un símbolo de fe; ahora, un lugar caído en el olvido, con vitrales rotos que dejaban entrar la lluvia, bancas astilladas y paredes ennegrecidas por humedad.

Caminé por los pasillos con la certeza de quien entra a un templo donde el único dios es la rentabilidad.
Ellos ya estaban allí, sentados entre los escombros y restos del altar, hombres grandes, con la piel marcada por años de decisiones que otros solo sueñan enfrentar, con manos fuertes pero ya arrugadas.

Nadie necesita explicarle a estos hombres que en tiempos de guerra todos pierden: ellos lo saben en los huesos, lo han aprendido una bala a la vez.

El trato fue simple: respeto mutuo y el negocio sigue.
Territorios intactos, rutas sin sorpresas, muertos solo los necesarios, pero escondidos, lejos de las cifras y de los titulares. Los necesarios siempre son demasiados, pero solo pesan cuando alguien los cuenta.
Hablé poco, solo lo necesario.
Se miraron entre sí, asintieron y cada uno tomó una salida diferente, desvaneciéndose entre los restos de lo que alguna vez fue un altar.

Quedé solo.
Mis ojos se posaron en el Cristo del fondo, cubierto de polvo y telarañas.
De niños nos enseñan que el bien siempre triunfa sobre el mal. Ojalá fuera así de simple.

Las noches regresaron a la ciudad como un animal que había aprendido a esconderse.
Los restaurantes cerraban más tarde.
Las luces no se apagaban tan temprano.
Las madres respiraban más tranquilas al esperar a sus hijos, como si la respiración pudiera funcionar como amuleto.
En los bares volvió la música alta.
En las calles, el rumor de que quizá esta vez sí duraría la paz.

Al mes, el gobernador y el fiscal dieron una conferencia de prensa.
Palabras grandes: gobernabilidad, estabilidad, coordinación. Las palabras son baratas cuando no las pagan con sangre propia.
Sonreían como si hubieran domesticado al incendio. Yo apagué la televisión antes de que terminaran. No me gustan los cuentos de hadas.

Todo iba bien hasta que una noche aparecieron dos muertos. Sin firma. Sin mensaje.
Nadie reclamó el golpe.
Los dejamos pasar como un incidente aislado, una tos en medio del silencio.
Siempre pasa algo. Es inevitable.

A la semana, una balacera se desató a las afueras de un bar.
No cayó nadie importante. El conteo fue rápido, clínico, casi administrativo.
Heridos, daños colaterales, cristales rotos.

El fiscal me llamó de nuevo. Ya no sonaba cansado: sonaba inquieto, preocupado.
Quería saber qué estaba pasando. Le dije que lo averiguaría.
No prometí resultados, solo movimiento.
A veces eso es suficiente para tranquilizar a quien solo entiende de expedientes.

Mandé a preguntar con cada uno de los jefes.
Las respuestas llegaron limpias, idénticas, casi ensayadas: nadie fue.
Nadie rompió el trato. Cuando todos ganan, traicionar es caro.

Resultó ser un hombre joven. Ambicioso. Arrogante.
Uno que vio la paz como fragilidad, la falta de balas como una oportunidad.
Quizás no conocía las reglas, o las conocía y decidió escupirles.
Hizo demasiado ruido. Demasiado para un sistema que sobrevive del silencio.
Creyó que el ruido le daría nombre.
Tenía razón. El ruido le dio nombre, enemigos y una lápida.

A los pocos días apareció muerto en una zanja, irreconocible.
Su cuerpo quedó como un mensaje que ya no necesitaba palabras.
Eso no arregló la situación. Solo la empeoró.

La violencia no es un clavo que se endereza con otro martillazo; es una grieta que aprende a crecer. Y esta grieta atraviesa cuerpos, casas y generaciones.

Un martes en la mañana la ciudad amaneció con diez muertos.
Diez es un número que pesa demasiado. Diez ya no cabe en una nota breve. Diez es estadística, es rabia organizada, es llamada urgente.
Diez no puede ser ignorado, ni por los que viven de ignorar.

Y así, todo regresó a como siempre fue.
Bastó un catalizador para encender la reacción en cadena.
Los negocios volvieron a cerrar temprano, como párpados cansados.
Los periódicos regresaron a modo de guerra. Las portadas se llenaron de palabras rojas.
Las madres dejaron de esperar en las ventanas y empezaron a marcar a los teléfonos como si rezaran con los dedos.

El nuevo fiscal me llamó. Un hombre más joven, más dócil, más fácil de manejar.
Quería comprar tiempo. Le vendí la misma ilusión que a todos los anteriores, y a todos los que vendrán.
Hubo un silencio corto. Luego aceptó. Siempre aceptan.
El tiempo es lo único que nadie sabe fabricar.

A veces, cuando contemplo el final de una botella, pienso si algún día habrá paz verdadera.

Pero recuerdo que para eso primero habría que aprender a soltar el poder, y nadie que lo haya probado está dispuesto a dejarlo voluntariamente. Ni se negocia. Ni se hereda. El poder solo se cede cuando ya no sirve.

En fin, yo no vendo paz. Solo rento pausas. Y en esta ciudad, hasta el silencio tiene fecha de caducidad.