Hay historias que deberían permanecer ocultas. Verdades que pesan demasiado sobre la mente humana y cambian para siempre a quien tropieza con ellas. Esta es una de esas historias.
Juan Orozco, estudiante de bachillerato, pasaba una tarde cualquiera en su habitación cuando su celular se le escurrió de las manos. El golpe seco contra el piso lo hizo estremecer. Al levantarlo, la pantalla estaba hecha añicos, como una telaraña de cristal rota que apenas dejaba ver lo que había detrás.
Cotizó la reparación en varios lugares y la conclusión fue siempre la misma: arreglarlo costaba casi lo mismo que comprar uno nuevo.
Frustrado, agarró sus ahorros y salió rumbo al tianguis. El aire olía a grasa recalentada y a sudor. Bajo lonas de colores, los puestos se amontonaban: ropa de paca, tenis demasiado nuevos para ser originales, relojes baratos y cadenas doradas que se despintaban al tacto. Entre el bullicio, mujeres voceaban ofertas mientras el olor a carnitas grasientas se mezclaba con el humo de anafres.
Entre ese caos, un puesto lo atrajo: teléfonos robados, apilados como cadáveres de metal.
El vendedor era un hombre flaco, con la piel curtida por el sol y las uñas manchadas de grasa, como si hubiera estado hurgando en motores. Sus gestos eran nerviosos, movía los dedos con rapidez sobre la mesa como si contara dinero invisible.
—Si encuentras el tuyo te hago descuento —dijo con un tono burlón.
—El mío se rompió. Solo necesito otro rápido —respondió Juan, incómodo.
Comenzó a revisar los equipos, hasta que uno le llamó la atención: un XenTech Pro. Había escuchado hablar de esa marca en foros de tecnología; tenía reseñas excelentes, pero solo se conseguía en Asia.
—Curioso… esta marca no debería estar aquí —murmuró.
—Ese acaba de llegar. Dáme 1500 en caliente —dijo el hombre.
El aparato estaba sorprendentemente limpio, sin bloqueo, con un fondo de pantalla genérico. Funcionaba bien, salvo dos marcas en la parte trasera. Juan las tocó con la yema del dedo. No eran rayones: parecían quemaduras.
—¿Y esto? —preguntó, mostrándole las marcas.
El vendedor lo miró un segundo y, tras una breve pausa, bajó la voz:
—Está bien… 1200 y ya, llévatelo.
Juan pagó. El hombre se persignó con los billetes y luego los guardó, levantando la vista al cielo.
Juan estaba satisfecho con su compra, salvo ese pequeño detalle que no podía ignorar. El tianguis no estaba lejos de su casa, así que regresó rápido.
En casa, Juan colocó su SIM. Apenas encendió el teléfono, este se conectó de inmediato a la red celular y apareció el icono de sincronización activa. Todo parecía normal… hasta que sonó el timbre de la puerta.
Juan, inquieto, dejó el teléfono sobre la cama y fue a ver quién era. Al abrir, encontró a Doña Esther, la vecina de enfrente:
—Hola, Juanito. Tu mami me dejó pagados unos pastes —dijo, mientras le entregaba una bolsa de papel con los pastes adentro.
—Ah, muchas gracias —respondió Juan, aceptando la bolsa.
Cerró la puerta y regresó a su cuarto, pero algo había cambiado. El aire se sentía más pesado, el cuarto más oscuro, como si la luz se hubiera filtrado de manera distinta.
Apenas volvió a mirar el teléfono, el fondo de pantalla cambió por sí solo. Ahora mostraba un cielo rojo encendido tras una reja de hierro oxidado. La imagen, estática, transmitía una sensación extraña, como si el horizonte ardiera eternamente.
Juan tragó saliva. Abrió la galería de imágenes. El pulso se le aceleró.
Primera foto: una cancha de básquetbol vacía, al atardecer. El cielo anaranjado teñía las gradas y en el suelo se proyectaba una sombra alargada, como de la persona que tomó la foto… pero la figura no tenía rasgos definidos.
Segunda: la misma cancha, ahora de noche. Un perro yacía tirado en medio del círculo central. No dormía: estaba muerto.
Tercera: otra vez el perro, pero abierto en canal, rodeado de velas negras consumidas hasta casi apagarse. El contraste de la sangre con la cera derretida le revolvió el estómago.
Cuarta: una foto borrosa. Un niño, sentado contra una pared desconchada. No se distinguían bien los detalles, pero algo en su silueta transmitía un vacío antinatural, como si la imagen lo hubiera chupado por dentro.
Juan cerró la galería de golpe, sin atreverse a ver más. El aire estaba espeso, irrespirable.
Temblando, buscó la opción de restablecer de fábrica. El proceso tardó unos minutos eternos, pero finalmente la pantalla se encendió limpia, como si nada hubiera pasado.
Juan respiró aliviado. Quizás era un mal chiste del dueño anterior.
Entonces entró una llamada. El número era demasiado largo, imposible. Bloqueó. Otro número llamó. Bloqueó otra vez. Siguieron llegando. Una lluvia de llamadas de números irreales.
Cansado, contestó.
—¿Quién eres? —preguntó con voz rota.
La respuesta fue un susurro áspero, como si varias bocas hablaran al mismo tiempo:
—¿Por qué las borraste?
—Yo no borré nada —mintió Juan y colgó.
La pantalla volvió al cielo rojo. Las imágenes regresaron, incluso más nítidas.
El teléfono sonó de nuevo.
—¡¿Qué quieres de mí?! —gritó.
Una carcajada resonó, no humana, sino como un eco de múltiples gargantas desgarradas.
—Ya cruzaste la puerta. No hay vuelta atrás.
Juan quiso llamar a sus padres. Nadie contestó. Llamó otra vez, solo para escuchar el buzón.
Desesperado, salió corriendo al tianguis a buscar al vendedor. Al llegar, notó que muchos puestos ya se habían recogido y comprobó que el de los teléfonos robados ya no estaba.
En ese momento sonó su celular. Era su madre.
—Hijo, ¿dónde estás? —su voz sonaba lejana, amortiguada.
—Comprando material para la escuela —mintió otra vez.
—Te escuchas agitado. ¿Estás bien?
—Sí, todo bien —contestó, aunque un escalofrío le recorrió la espalda.
Al colgar, Juan respiró agitado. El fondo de pantalla volvió a cambiar. Ya no era el cielo rojo: ahora mostraba al vendedor del tianguis, muerto en medio de una calle oscura. Su cuerpo estaba aplastado, como si algo enorme lo hubiera arrollado; los huesos parecían hundidos hacia dentro y la sangre se extendía bajo él como un charco espeso.
A Juan le temblaron las manos. Sin pensarlo más, dio prisa de regreso a su casa, con la mente enredada en un solo pensamiento: cómo iba a contarles eso a sus padres.
Al llegar a casa, notó que la puerta principal estaba entreabierta. El aire era frío, anormalmente frío.
—¿Papá? ¿Mamá? —llamó.
Nadie respondió. Solo un olor fétido lo golpeó, denso, como carne podrida mezclada con hierro. El rastro lo condujo a la habitación de sus padres. La manija de la puerta estaba helada. La empujó con lentitud.
Sus padres estaban ahí… o lo que quedaba de ellos. Los cuerpos retorcidos en posiciones imposibles, como si los huesos se hubieran quebrado desde dentro. Los rostros congelados en expresiones de agonía eterna. Las paredes manchadas con símbolos quemados, como si hubieran sido grabados a fuego desde adentro hacia afuera.
Juan quiso gritar, pero la voz no le salió. Quiso llorar, pero sus ojos permanecieron secos, rígidos, como si hasta el llanto le hubiera sido arrebatado. El horror lo mantenía atrapado, estrangulándole la garganta y aplastándole el pecho.
Juan cayó de rodillas, sin aire. El teléfono se deslizó de su pantalón y quedó boca abajo sobre el suelo. La parte trasera ya no mostraba dos marcas, sino tres.
Entonces comenzó a sonar. Sin que nadie lo tocara, la llamada se contestó sola.
La risa volvió. Más profunda, más grave.
El aire de la habitación se volvió denso, irrespirable. Un peso lo aplastó, inmovilizándolo.
Un murmullo recorrió su oído, húmedo, íntimo:
—Bienvenido a mi colección.
A la mañana siguiente, patrullas y ambulancias llenaban la calle. Los peritos observaban la escena con horror, incapaces de describirla sin titubear.
—Doble homicidio. Matrimonio joven… brutal.
—¿Hijos? —preguntó uno.
—No… según los vecinos, nunca tuvieron hijos.