El Estado de México es muchas cosas.
Lugar civilizado no es una de ellas.
Aquí la burocracia es tan fértil que hasta los hoyos en la calle tienen acta de nacimiento.

Frente a mi casa, un día, nació un bache.
Primero fue un pequeño hundimiento, casi un lunar en el asfalto.
Cada carro que pasaba lo saludaba con un golpe seco, como una campana recordando que nada dura en pie demasiado tiempo.

Los vecinos me informaron con precisión notarial:
—Es tuyo. Está frente a tu casa, por lo tanto es tu responsabilidad.
En México, la propiedad privada incluye agujeros.

Así que fui al municipio.
Tres horas de espera, dos turnos equivocados, cinco veces la misma explicación.
Al final, un burócrata levantó un expediente.
Un expediente: esa fosa común de las quejas ciudadanas.
“En unos días lo arreglamos”, me prometieron con la misma convicción con que se promete rezar por alguien.

Pasaron semanas. El bache creció hasta ser un socavón.
Un vecino piadoso lo rellenó con cascajo: una limosna de grava, como darle aspirinas a un cadáver.

Una mañana, al salir, encontré una gallina negra muerta sobre el borde.
Era grotesca: las plumas pegadas al barro, el pico abierto como si intentara cantar bajo tierra.
Me armé de valor, fui por una bolsa de basura y al volver encontré a un perro callejero con el cadáver entre los dientes.
El perro me observó fijo, como un juez silencioso.
Yo lo miré también. Nadie parpadeó.
Después, sin prisa, el animal se marchó con su presa, dejando un rastro de plumas negras sobre el pavimento.

El socavón había recibido su primer sacrificio.
Y, como buen dios de asfalto, no tardó en pedir más.

Lo siguiente fue un inodoro viejo que alguien abandonó dentro: un tributo digno de nuestras cloacas nacionales.
Después, una llanta de mototaxi: la típica ofrenda espontánea que da la pobreza.
Cada pérdida parecía aumentarle el apetito, como si el asfalto fuese solo la piel de una bestia subterránea.

Intenté arreglarlo con mi hermano. Un tutorial de YouTube decía que era sencillo: mezcla asfáltica, paciencia y voluntad.
A mitad del trabajo llegó una patrulla.
—¿Su permiso de obra? —me preguntaron.
Mostré mi expediente como quien muestra una estampita de la Virgen.
Se rieron: “Eso no sirve”.

Me arrestaron.
El ministerio público me explicó los cargos con solemnidad litúrgica:
“Obstrucción de la vía pública, alteración del espacio urbano sin autorización y daño al patrimonio del municipio”.
Yo pregunté si no era más bien lo contrario: que intentaba reparar el patrimonio.
El funcionario, imperturbable, me dijo:
“La infraestructura es responsabilidad del gobierno. Ustedes, los ciudadanos, solo deben padecerla”.

Me multaron con dos mil pesos y ordenaron deshacer lo que ya había reparado.
El mensaje era claro: arreglar un bache es ilegal; lo legal es hundirse con él.

Así que dejé de pelear.
Aprendí a rodear el socavón como se rodea un vecino incómodo: sin saludar, sin discutir.
Ya no lo veía como un problema, sino como parte del paisaje, un mueble urbano más, eterno e intocable.

Vinieron las lluvias.
El socavón creció, se tragó la calle entera.
Al menos ya no era solo mío: era patrimonio vecinal.

Y siguió cobrando ofrendas.
Una lona de campaña de un candidato perdedor, convenientemente colocada como si quisiera tapar el hoyo con promesas rotas.
Después, un árbol de Navidad seco, todavía con un par de esferas estrelladas: hasta las fiestas terminaban devoradas por la calle.
Finalmente, un colchón amarillento, perfectamente acomodado, como si alguien hubiera querido que el socavón descansara mejor que cualquiera de nosotros.

La colección más absurda de un altar improvisado.

Una noche de tormenta, se escuchó a lo lejos la sirena de una patrulla.
Venía a toda velocidad, quizá huyendo de la lluvia, quizá persiguiendo a nadie.
El reflejo del agua sobre el socavón la engañó: parecía un charco, un espejo inofensivo.
De pronto, el estruendo: la patrulla cayó como piedra en un pozo.

Mi hermano y yo corrimos a mirar.
El vehículo no desapareció de inmediato: quedó atorado a media profundidad, las llantas girando en el vacío, los faros encendidos bajo la lluvia como ojos desesperados.
Los policías gritaban, golpeaban las ventanas, dispararon hacia arriba como si las balas pudieran abrirles un camino de regreso a la superficie.
El agua entraba con una calma espantosa, llenando el habitáculo como una pecera.

—Erick, ¿cómo podemos ayudar? —me preguntó mi hermano, visiblemente preocupado.
—No estorbando —le respondí con serenidad.

Apenas terminé de hablar, un crujido retumbó en el asfalto.
El socavón se abrió un poco más, con la lentitud majestuosa de una bestia que bosteza, y la patrulla fue tragada por completo.

Quedaron las sirenas ahogadas, los gritos cortados de golpe, y el silencio después de un banquete.
El socavón probó carne humana, y le gustó.

Los vecinos empezaron a salir, después llegó más policía y la prensa amarillista.
El comandante me preguntó qué había pasado.
—Causa y efecto —le respondí, con la misma frialdad con que ellos me habían respondido a mí.

Una semana después, llegaron las máquinas pesadas.
El Estado se mueve rápido cuando los muertos son suyos.
Rellenaron el socavón, pero frente a mi casa quedaron dos cruces.

Pasé de tener un bache a tener un altar.
Y entendí, al fin, la lógica sagrada de este país:
Aquí no se arreglan calles, se levantan ofrendas.