Ya no tengo nombre. No lo necesito donde estoy.
Lo último que recuerdo fue una sirena y la voz rota de mis hijas llamándome “mamá”.

Pero esto empezó mucho antes.
Mucho antes de que el mundo se viniera abajo.

Fui secretaria por años. Una más, invisible. Sabía escribir rápido, responder con sonrisa forzada, aguantar miradas que pesaban demasiado. Cuando la pandemia llegó, la empresa quebró y me mandaron a casa con una liquidación que parecía generosa… hasta que haces cuentas con el hambre.

Con ese dinero abrí una papelería.
Pequeña. Mal ubicada. Mal iluminada. Pero mía.
Con una computadora vieja, una impresora que escupía más que imprimía, y mis manos dispuestas a trabajar hasta sangrar.

Mis hijas —una de doce, la otra de catorce— crecieron ahí. Entre cajas de papel, pegamento reseco, lápices sueltos.
No teníamos lujos, pero tampoco deudas. Alcanzaba.
Y eso, en este país, es un milagro.

Este año tenía fe. Una fe terca.
No solo pensaba vender más. Quería crecer.
Soñaba con pintar el local, cambiar la cortina, que al fin oliera a nuevo.
Pero sobre todo soñaba con los quince años de mi hija mayor.

Ella decía que no quería nada.
“Es una tontería”, repetía, con la voz de quien finge no esperar nada para no decepcionarse.

Pero yo lo sabía.
Todas las niñas sueñan, aunque lo nieguen.
Con un vestido. Con una corona de plástico. Con una noche donde no duela ser mujer.
Yo quería dárselo.

Por eso invertí cada centavo.
Por eso recé cada noche.
Este año iba a ser diferente.
Este año, por fin, íbamos a estar bien.

Sabía que la temporada escolar era mi salvación.
Julio y agosto me rescataban.
Padres corriendo con listas en la mano, niños discutiendo colores y tipos de hojas.
Yo esperaba ese momento como quien espera la lluvia en el desierto.

Fui al banco. Me dijeron que no: sin comprobantes, sin aval, sin historial, sin nada.
La puerta me la cerraron con palabras educadas y ojos cansados.

Entonces vi la app. De esas que salen como promesas.
“Préstamos fáciles, sin preguntas, sin complicaciones.”

Dudé. Me temblaba el pulso. Pero cada vez que pensaba en decir que no, me imaginaba a mi hija bailando con un vestido prestado, en un salón con luces apagadas.
Me aferré a eso como se aferra uno al aire antes de caer.

Me aprobaron treinta mil pesos.
Lloré. Respiré. Me arrodillé frente al teléfono como si fuera altar.
Invirtí todo. Llené la tienda. Carpetas brillantes. Cajas nuevas.
El local parecía otro.
Y yo también.

Los primeros días fueron lentos. Pero yo creía.
Era solo cuestión de tiempo.
Solo días.

Y mientras tanto, pagaba.
Justo, con esfuerzo, pero cumplía.

Hasta que llegó aquel día, cuando el cielo se abrió como una herida.
No fue lluvia.
Fue castigo.

Primero fue un rumor espeso. Las nubes como un puño.
Luego, la primera gota: no una lluvia, una amenaza.

A la hora ya era tormenta.
A las dos, el agua bajaba por las calles como un animal desbocado.

Subió a la banqueta. Bajé la cortina a medias.
Metí las cajas más caras al fondo. Subí los útiles.
Intenté desconectar todo, pero el agua ya estaba adentro.

No como agua. Como monstruo.
Se coló por debajo de la cortina. Por las grietas. Por las paredes.

El piso desapareció. Todo fue lodo, caos, corriente.
Intenté salvar lo que pude.
Grité. Lloré sin lágrimas. Levanté cajas que se deshacían en mis manos.

Mis hijas me ayudaban, con el agua hasta las rodillas.
La menor tropezó. Cayó. El agua la cubrió hasta el cuello.
La levanté con el corazón a punto de reventar.

Vi cómo flotaban los papeles, cómo se rompían las bolsas, cómo la tinta se volvía veneno negro sobre el piso.
La impresora estalló con un chispazo. Un humo ácido llenó el local.
Todo se volvió gris.
Y silencio.

Dos semanas pasaron.
Todo era barro, moho, silencio y deuda.

Fue entonces que los prestamistas empezaron a impacientarse.
Ya no bastaban las promesas.
Ya no bastaba decir: “se mojó todo”, “denme tiempo”, “estoy vendiendo lo poco que quedó”.

Llegaron Cuatro hombres. Ropa oscura. Miradas huecas.
Tocaron la cortina con los nudillos.
“¿Dónde está el dinero?”

Les supliqué. Les mostré las ruinas. Les pedí tiempo.
Uno me miró con lástima. El otro con burla.

“Una semana. La próxima ya no hablamos.”

Me quedé con ese eco en la cabeza.
Una semana.
Siete días para resolver lo irremediable.

Intenté todo. Vender. Empeñar. Pedir. Huir.
Nadie presta a una mujer sin nada.
Nadie apuesta por la derrota.

No dormía. No comía. El pecho me dolía como si alguien me apretara desde dentro.
Una noche escupí sangre.
Otra noche me quedé sentada, mirando a mis hijas dormir como si fueran parte de un mundo que ya no me pertenecía.

Y entonces volvieron.

Fue una tarde sin luz.
El local seguía húmedo, con olor a moho, a fracaso.
No hablaron mucho. Solo dijeron:
“Ya fue suficiente.”

Me arrodillé. Les ofrecí mi teléfono. Una cadena oxidada. Lo poco que quedaba.
Uno sacó el arma como quien saca una herramienta.
Sin rabia. Sin pasión. Solo tarea.

El primer disparo me atravesó el abdomen.
Sentí cómo me vaciaba por dentro.
El segundo me arrancó el hombro.
Caí de lado. La cara contra el suelo mojado.
El tercero fue al pecho.

Y ahí todo empezó a apagarse.
No rápido. No indoloro.
Fue como asfixiarse con fuego.

Escuché los gritos. Mis hijas.
La mayor gritaba mi nombre.
La menor apenas podía respirar del llanto.
Una de ellas me sostuvo la cara. Me pedía que no cerrara los ojos.
Yo solo pensaba en que no debían ver eso.
Que no lo merecían.
Pero lo vieron todo.

Los hombres se fueron.

Y entonces salieron los vecinos.
No a ayudar.
Solo a mirar.
Algunos grababan.
Otros murmuraban.
Nadie se acercó.

La ambulancia tardó.
La policía, más.

Me levantaron como a una cosa quebrada.
Yo ya estaba a medio camino de irme.
No sentía las piernas. Ni el frío.
Solo el peso de sus manos en las mías.

Y entonces…
Dejé de sentir.

No sé qué será de mis hijas.
Las vi allí, manchadas de mi sangre. Gritando. Sosteniéndome la cara mientras la vida se me escurría por la boca.
La mayor temblaba.
La más chica se orinó encima, del miedo.
Y yo, deshecha, sin fuerza para poder despedirme de ellas.

Las miré y recé. No pedí un milagro.
No pedí que me salvara nadie.
Recé para que nos hubiéramos ido las tres.

Juntas.
Calladas.
Sin testigos.

Porque a veces, la muerte no es la peor opción.
A veces, es lo más limpio que puede pasarte.

No deseé esto por falta de amor.
Dios sabe que eran mi todo.
Mi razón. Mi fe. Mi motor.

Pero en ese instante, con el cuerpo roto y el alma hecha trizas, entendí que lo que venía para ellas sería más cruel que la muerte.

Las va a devorar el sistema.
Los hombres.
La pobreza que escupe en la cara todos los días.
Los prestamistas que ahora saben dónde viven.
Y los que vendrán después:
otros con sonrisas falsas, manos sucias, promesas podridas.

Van a crecer con la imagen de mi muerte pegada al alma.
Van a tener que contar esa historia una y otra vez a gente que solo sabrá poner una cara de lástima.
Van a vivir con el miedo metido en los huesos.

Y muy pronto…
van a entender que en este país, ser niña y estar sola
es una condena.

No lo digo desde la tristeza.
Lo digo desde el abismo.
Desde donde ya no hay fe ni esperanza ni nada.

Porque ¿qué vida les espera?
¿Volver a clases como si nada? ¿Decirle a una maestra que su mamá fue ejecutada por una deuda de mierda?
¿Huir? ¿Prostituirse? ¿Desaparecer como tantas?

Yo ya no las voy a proteger.
Nadie lo va a hacer.

Su padre no las reconoce. Ni su familia tampoco.
Para ellos, son solo un error con piernas. Una vergüenza que camina.
Y de mi lado…
lo mismo.
Una madre muerta es más carga que recuerdo.

Están solas. Completamente.
Contra todo. Contra todos.

Y eso… eso me parte más que las balas.


Así que no des nada por hecho.
Ni tu casa.
Ni tu cuerpo.
Ni a tus hijos.
Ni que vas a llegar viva a la noche.

El mundo puede destruirte en segundos.
Y cuando lo haga, te va a escupir encima y va a seguir girando.
Sin culpa.
Sin pausa.
Sin ti.