Era viernes. Un día frío, sucio, con el cielo como trapo viejo.
Mi marido se levantó antes que el sol.
Le preparé café negro, amargo como todo, y un pan con la última cucharada de mermelada.
Se lo comió en silencio, con la cabeza ya cansada desde la mañana.
Tenía los nudillos partidos y los pulmones llenos de polvo.
—Hoy salgo temprano, me dijo, sin emoción, sin promesa.
Ernestito se levantó después.
Le hice un licuado de plátano con leche casi agria.
—¿Otra vez licuado?, murmuró, pero se lo tragó sin chistar.
Le peiné el remolino y lo llevé a la secundaria caminando.
Iba callado, con su sudadera negra y los zapatos del año pasado.
Me pidió que no lo besara frente a sus amigos.
Lo abracé fuerte de todos modos.
Tenía catorce años. Apenas catorce.
Volví a la casa.
Lavé los trastes con el agua gris del día anterior.
Preparé mi canasta: ajos, cerillos, trapos.
Ese día la calle estaba muerta.
Caminé por horas, nadie compró nada.
Apenas reuní monedas para frijol y tortillas. Ni para chile me alcanzó.
A las tres regresaron.
Mi esposo con la ropa tiesa de mezcla.
Mi hijo con los dedos entumidos del frío.
Comimos huevo con frijoles. Sin sal. Sin ruido.
Y entonces la vecina.
Tocó la puerta con los ojos bien abiertos, como si trajera una bendición.
—Comadre, ¿ya se enteró? ¡Están regalando gasolina!
—¿Cómo que regalando?, le pregunté.
—Se rompió un ducto en el campo. La gente está llenando garrafones. ¡Vamos! ¡Lleven lo que tengan!
Se lo dije a mi marido y a Ernestito.
No dudaron. Buscaron lo que fuera: botellas de refresco, cubetas, botes viejos de pintura.
Yo también. Nos fuimos los tres.
Había más de cien personas allá. Parecía fiesta.
Reían, gritaban, corrían de un lado a otro.
Todos con los pies hundidos en lodo, entre charcos de gasolina y risas nerviosas.
Olía a peligro.
Olía a pobreza envuelta en gasolina.
Esperamos un buen rato a que nos tocara nuestro turno.
El ejército ya estaba ahí, pidiéndonos que nos retiráramos, pero nadie los escuchaba.
Algunos les gritaban que mejor ayudaran a llenar. Otros ni los miraban.
Llenamos lo poco que pudimos.
Regresamos a la casa.
Vaciamos todo en un tinaco que nos regaló un político en campaña, cuando prometieron agua potable.
Mentira tras mentira.
Esta vez lo llenamos de fuego líquido.
—Vamos otra vez, dijo mi esposo.
—Adelántense, yo mientras les voy a preparar un atole, les dije.
Me sentía un poco cansada. El humo, el olor, la angustia… necesitaba sentarme un rato.
Me quedé en casa.
Puse agua en la olla. Apenas alcanzaba el gas, así que le di fuego bajito.
Moví la canela, el piloncillo, la masa disuelta.
El vapor me dio en la cara. Por un momento creí que lloraba, pero era puro calor.
Me senté junto a la estufa, mirando el atole burbujear.
Pensaba en lo que podríamos comprar si vendíamos un poco de gasolina.
Un colchón que no se hundiera.
Unos tenis nuevos para Ernestito.
Un brasier que no raspara.
Ernestito me había dicho que, si juntábamos lo suficiente, arregláramos la lavadora.
Para que yo ya no me lastimara las manos lavando en el patio.
Hasta pensé en llevarlo al cine. No sabía qué película, pero quería verlo reír.
Ese niño ya reía poco.
Catorce años, y ya parecía un señor sin ilusiones.
Afuera pasaban vecinos con botes llenos.
Unos niños jugaban con botellas como si fueran globos de agua.
Uno prendía un encendedor y lo apagaba rápido, muerto de risa.
No sabían lo que tenían entre manos.
Nadie lo sabía.
Volví al atole. Le di otra vuelta.
Probé con la cuchara: estaba dulce, espeso, como les gustaba.
Y entonces, el ruido.
Primero un zumbido. Grave, seco.
Después, una vibración que hizo temblar los vasos en la repisa.
Y luego… el estallido.
Una explosión tan fuerte que la ventana reventó.
El atole brincó como si tuviera vida.
La estufa se apagó de golpe.
Todo se sacudió como si el mundo se hubiera hartado de aguantarnos.
Después, el silencio.
Y luego, los gritos.
Salí corriendo. Dejé la olla con el atole a medio cocer, el vapor aún flotando en la cocina.
Corrí hasta el campo.
Pero el aire caliente me detuvo. Quemaba. Costaba respirar.
A lo lejos, vi el humo negro dibujando una herida en el cielo.
Seguí. Como pude.
Ya no era un campo.
Era un horno.
Un cementerio ardiendo.
Un infierno escupido por la tierra.
La tubería había explotado.
Y con ella, la gente.
Vi cuerpos caminando prendidos como antorchas.
Hombres gritando sin lengua.
Niños sin rostro.
Mujeres con los brazos fundidos al plástico derretido de los garrafones.
Un anciano trataba de levantar a su nieto sin piernas.
Todo ardía.
Todo.
Y el olor… el olor era como si hubieran quemado el mundo.
—¡Ernestito!
—¡Chuy!
Los grité hasta quedarme sin voz.
No los encontré.
Busqué hasta el amanecer.
Vi cuerpos sin nombre.
Pedazos de gente.
Sombras que ya no eran nadie.
El gobierno llegó. Con sus carpas blancas.
Con promesas que sabían a lodo.
Nos prometieron que identificarían a los muertos.
Que habría ayuda. Que no estábamos solos.
Mentiras.
Pasaron días.
Pasaron semanas.
Y un día, tocaron la puerta.
Me llevaron a la morgue.
Un lugar frío, estéril.
Donde la muerte ya no tiene rostro.
Vi cadáver tras cadáver.
Piel que parecía cáscara de tortilla quemada.
Manos encogidas como garra de pájaro muerto.
Cráneos partidos, cuerpos fundidos.
Puros restos.
Pero no estaban.
Ni mi marido.
Ni mi hijo.
—¿Está seguro de que son todos?, pregunté.
—Son todos los reconocibles, dijo el policía.
—Los demás… quedaron hechos cenizas.
Y ahí me rompí.
No lloré. No grité.
Solo me quedé ahí, sintiendo cómo algo dentro de mí se moría también.
Ahora vivo con eso.
Con un tinaco que todavía huele a gasolina.
Con la cama vacía.
Con el uniforme de Ernestito colgado.
Con una olla que sigue en la estufa, con restos pegados de un atole que nunca terminó de hervir.
Todo por una maldita fuga.
Por una esperanza podrida.
Por querer tener un poco más que nada.
Y así es este país.
Donde te mata la pobreza.
Y si no te mata, te quema.
Y si sobrevives, te queda el alma calcinada para siempre.