—¿Te acuerdas de Don Melquiades?
—¿El del mercado?
—Sí… El que mataba sin tocar a nadie.
Lo conocí en 2003. Nunca me miró a los ojos.
Era un anciano huesudo, con dedos largos como garfios secos y una voz rasposa que parecía salir de un pozo. Su local en el Mercado de Sonora olía a copal, a sangre seca, a tierra revuelta. Veladoras negras, santos sin rostro, un cráneo humano sobre una mesa cubierta con tela roja. Y detrás de todo, él: Don Melquiades.
Vendía amuletos, limpias, protecciones, yerbas para el susto… Pero entre susurros, la gente hablaba de otra cosa. Un servicio secreto. Prohibido. Letal. Decían que, si tenías suficiente dinero, Don Melquiades podía desaparecer a alguien de tu vida. Literalmente.
Primero pensé que era el folclore popular. Un mito más entre tantos. Pero luego empezaron los muertos.
Cada caso parecía aislado. Sin conexión entre ellos. Pero todos tenían algo extraño. Algo… torcido.
Ernesto Luján — Empresario constructor Muerto por electrocución en su alberca. Conclusión: “Accidente por mal mantenimiento.” Pero su esposa había sido vista saliendo del mercado de Sonora con una bolsa negra y los ojos hinchados de llorar.
Silvia Galván — Locutora Cayó desde el séptimo piso. Conclusión: “Suicidio por depresión.” Pero Silvia iba a hacer pública una denuncia contra un senador. Y esa semana, alguien compró una figura de la Santa Muerte en el local de Melquiades.
Rodrigo Montes — Regidor Calcinado en su coche. Conclusión: “Falla eléctrica.” Un testigo recordó que el coche había sido “bendecido” días antes. Por Melquiades. Para que lo protegiera del mal de ojo.
Mariana Peñaloza — Empresaria Muerta por sobredosis en su penthouse. Conclusión: “Mezcla letal de somníferos.” Pero Mariana no tomaba pastillas. Su madre lo juró entre sollozos. En su mesa había un paquete abierto de incienso de sándalo, como el que vendía Melquiades.
Sergio Román — Ex policía Amigo mío. Murió en un choque absurdo. Su coche derrapó solo. Conclusión: “Dormido al volante.” Pero Sergio era maniático con su coche. Y había hecho una broma sobre Melquiades días antes. Una broma que alguien escuchó.
Era como si la muerte caminara por la ciudad obedeciendo sus rezos. Nadie veía armas, ni sicarios, ni amenazas. Solo el humo de su local. Las oraciones murmuradas. Y los cuerpos caídos.
Algunos colegas empezaron a creer de verdad que era un brujo. Otros, como yo, sabíamos que la verdad tenía que ser más sucia.
Así que lo empezamos a vigilar.
Durante meses, rastreamos sus movimientos. Iba a los panteones a buscar tierra de tumbas recientes. Visitaba rastros y compraba animales vivos. Tenía una red de clientela de políticos, empresarios, actores… gente que podía pagar lo que fuera con tal de que alguien “desapareciera”. Pero cada vez que investigábamos, no encontrábamos nada concreto. Nada. El viejo estaba limpio.
Hasta que un día notamos algo raro.
Tenía un coche viejo, un Spirit gris. Pensábamos que lo usaba él, pero muchas veces el coche se movía sin que él estuviera cerca. Una noche, el coche apareció estacionado frente a una fábrica abandonada en Iztapalapa. Al día siguiente, un accidente “fortuito” ocurrió a dos cuadras. Otra noche lo vimos salir de una zona industrial de Naucalpan, y a la mañana siguiente, un periodista amaneció muerto por “causas naturales” en su cama.
Empezamos a seguir el coche.
Fue entonces cuando lo vimos. No era Melquiades el que lo conducía.
Era otro hombre. Más joven. Más frío. Ropa común, rostro anodino, sin expresión. No sabíamos su nombre aún, pero lo apodamos el repartidor. Siempre iba solo. Siempre entraba por la puerta trasera. Nunca se quedaba mucho tiempo. Cuando desaparecía, poco después alguien moría.
Lo seguimos durante semanas. Y una noche, lo atrapamos dejando una libreta negra en una taquería. No lo hizo por torpeza. Lo hizo porque alguien lo esperaba. Dentro de esa libreta estaban las fechas, los nombres codificados, los lugares. Coincidían con cada uno de los casos cerrados. Al fondo de cada página, una letra escrita con tinta roja: M.
Fue cuestión de días. Un operativo limpio. Coordinado. Lo atrapamos saliendo de un motel con una mochila llena de jeringas, pinzas, cuchillas quirúrgicas, y un frasco de veneno. Todo estéril. Todo sin huellas.
Su nombre era Aarón Santana.
Y era el asesino más preciso que habíamos visto en nuestras carreras. Silencioso. Invisible. Perfecto. Melquiades no mataba con hechizos. Él cobraba, y Santana ejecutaba.
Cuando arrestamos a Don Melquiades, ya nos esperaba. Estaba rodeado de veladoras encendidas, murmurando algo que nunca supimos si era un rezo… o una advertencia.
No opuso resistencia.
Solo dijo:
—Yo solo abro la puerta. El que la cruza, lo hace con su alma.
Nunca confesó. Tampoco lo necesitábamos. La libreta, los movimientos bancarios, los rastros de sus clientes, todo apuntaba a su complicidad.
Los encerraron juntos. Nunca hablaron. Nunca cruzaron miradas. Dos figuras detenidas en el tiempo. Uno, un brujo sin magia. El otro, la muerte con manos.
Y sin embargo, hasta el día de hoy, cada primero de noviembre, alguien deja una veladora negra afuera del penal. Sin nombre. Sin oración.
A veces, cuando paso por ahí, la veo encendida. Y no sé si me da más miedo que esté… o que no se apague con el viento.
—¿Tú crees que era magia?
—No. La magia no deja cadáveres tan bien acomodados.iler spoiler
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