Cuando entré a trabajar en el Metro del Distrito Federal —mucho antes de que los burócratas cambiaran el nombre de esta ciudad para disfrazar su decadencia—, sabía que estaba entrando a un mundo subterráneo, pero nunca imaginé cuán profundo era realmente. Las reglas eran simples: no hacer preguntas, seguir las órdenes y jamás, bajo ninguna circunstancia, registrar algo fuera de protocolo.
En aquel entonces, los secretos eran fáciles de enterrar. No existían los celulares ni las cámaras en cada esquina. Las noticias se filtraban desde las sombras del poder, y lo que no debía saberse simplemente se extinguía, como una chispa en la oscuridad. El Metro era un organismo vivo, pero también un sistema de control. A nosotros nos tocaba ser sus leucocitos: limpiar, reparar, contener. A veces incluso… ocultar.
Todo esto lo entendí demasiado tarde. El incidente de mayo del ’84, en la estación Taxqueña, fue el punto de quiebre.
Yo era el encargado de seguridad esa noche, último turno. El silencio de los túneles siempre me pareció más profundo después de las 11. El tren de la última ruta ya estaba por salir rumbo a talleres, y como de costumbre, revisé vagón por vagón, buscando a los olvidados, los ebrios, los dormidos… o algo más.
Todos los compartimentos estaban vacíos. Caminé hasta el final, y di la señal al conductor para avanzar. Pero entonces algo me hizo voltear. Fue una sensación, como una punzada en la nuca. Ahí, en el último vagón, lo vi. Una silueta baja, quieta. Pequeña. Instintivamente pensé en un niño. Pero había algo… incorrecto en su forma. Algo que el ojo no capta pero el instinto rechaza.
El tren ya había partido. Tomé la radio, mi voz apenas disimulando el temblor.
—Atención, hay un niño en el último vagón. Intercéptenlo en los talleres. Custodia inmediata.
—Recibido —contestaron, con una normalidad que ahora me parece sospechosa.
Pasaron minutos sin novedad. Silencio. Pregunté de nuevo.
—¿Cuál es el estado del infante?
—Negativo. El vagón está vacío. Repetimos: no hay nadie.
—No puede ser. Lo vi. Revisen de nuevo.
—Ya se revisó. Tres veces. Vacío.
La línea quedó muda. Me quedé paralizado. No era solo incredulidad… era terror. Había algo más ahí. Algo que no querían decirme. Algo que tal vez ya sabían.
No lo anoté en la bitácora. Nadie lo hace. Hay cosas que no se escriben. Fui a casa, pero no dormí.
Al día siguiente, la estación estaba sitiada: patrullas, ambulancias, oficiales con ojos apagados. Me acerqué. Un cadáver en las vías. Suicidio, dijeron, como quien dice “nublado”. Es algo común. Moneda corriente.
Pero al ver la camilla, supe que no lo era. Era un cuerpo pequeño, cubierto con una sábana. Sentí que me drenaban la sangre.
—¿Es un niño? —pregunté al paramédico.
—No es un niño —me dijo sin mirarme.
—¿Un enano entonces?
—No —dijo, cortante—. Es… diferente.
Subieron la camilla sin más. La ambulancia se fue sin sirena.
Desde entonces entendí. No era el primero en verlo. Y no fui el último. Aquello no era humano. No era de aquí. No era de ahora. Era algo viejo. Algo que habita el subsuelo. Algo que los que están “arriba” permiten… o incluso veneran.
El Metro no es solo transporte. Es un umbral. Y nosotros somos los guardianes ignorantes de su frontera.
Ese día aprendí que la ignorancia no es debilidad: es protección. Hay preguntas que jamás deben formularse.
Y si alguna vez ves algo que no debería estar ahí, no lo señales. No lo nombres. Solo cierra los ojos y sigue caminando. Si tienes suerte, él no se habrá fijado en ti.
No estoy seguro pero creo entender que la estatua abusó sexualmente del forastero entre los nopales
ohhhh rayos
puse la historia que no era, ya la corregí
no me dí cuenta y puse la del juicio del tren, pero esa ya la había compartido