En San Jacinto, nadie mira el agua directamente. No desde hace mucho.
El estanque siempre estuvo ahí. Antes de que el pueblo tuviera nombre. Antes de que llegaran los caminos, y antes de que se olvidaran. Un charco quieto, con bordes de barro negro y una quietud que molesta. Las generaciones lo llamaban “el Ojo”. No por su forma, sino por cómo parecía mirar.
Y dentro, un ajolote. Al principio pequeño. Rosado. Tierno, decían los niños. Pero ya desde entonces tenía los ojos mal. No los redondos y dulces de la especie, sino alargados, como grietas. Como hendiduras llenas de noche.
Nadie sabía cuándo empezó el trueque. Fue cosa de abuelas, de leyendas mal contadas. Que si le llevabas algo muerto, algo que tuviera sangre, y le pedías con el corazón torcido… el ajolote escuchaba. Y cumplía.
Al principio eran insectos. Luego víboras, ratones, pájaros aplastados por el calor. Y el ajolote, siempre mirando, siempre flotando como un trozo de carne viva, aceptaba. Y el pueblo recibía.
Se decía que ayudó a una mujer estéril a parir trillizos. Que limpió a un niño de tumores. Que trajo lluvia cuando el cielo llevaba dos años seco. Pero todo tenía precio. A veces uno que no se veía de inmediato. Porque lo que da el ajolote, lo cobra. Lo cobra lento, como el barro que se pega a los huesos.
Con los años, las ofrendas cambiaron. Empezaron a darle cosas más grandes. Un perro atropellado. Una mula vieja. Un borrego con gusanos. Y el ajolote crecía. Su piel se tornó gris ceniza. Su cuerpo se infló como una vejiga podrida. Desarrolló algo parecido a párpados. Sus branquias se ennegrecieron.
Y entonces alguien arrojó un bebé.
La primera carne humana.
Nadie lo vio hacerlo. Pero todos supieron.
Era hijo de una criada muda, apenas una niña, que apareció colgando de un mezquite a los siete días del parto.
Hasta ese momento, lo que se arrojaba al Ojo era cosa de bestias. Muerte natural, muerte sucia. Pero un niño… eso fue distinto.
Eso fue nuevo.
Al amanecer, el agua hervía sin fuego. Una espuma roja burbujeaba como sangre mal cocida.
Y el ajolote emergió.
No flotaba ya. Caminaba. Tenía patas hinchadas y su lomo brillaba con lodo y babas. Sus branquias latían como corazones abiertos. Ya no se ocultaba. Ya no aceptaba. Tomaba.
Desde entonces, San Jacinto se rindió. Porque entendieron: el ajolote ya no era un animal que respondía. Era algo más. Algo que había probado el alma.
Y le había gustado.
Empezaron los linchamientos. Siempre había un motivo: un ladrón, un degenerado, una vieja loca. La justicia se volvió carne. Y esa carne era arrojada al estanque. Nadie hablaba de ello, pero todos sabían. Mientras la criatura comiera, San Jacinto sobrevivía.
Y él crecía.
Tenía ya la longitud de un poste de luz. Su cabeza, hinchada, palpitaba con venas como lombrices. De su cuerpo salían pequeñas extremidades deformes, como fetos sin nacer. Tenía dientes.
La gente le construyó un altar de piedras y ramas secas. Grabaron símbolos que ya nadie recordaba. Empezaron a soñar con él. Primero como animal. Luego como voz. Finalmente como dios.
Y entonces, el nombre vino solo.
Ajt’an. “El que duerme en lo muerto.”
Nadie lo enseñó. Nadie lo inventó. Solo… apareció.
Ajt’an pedía más. Los deseos se hacían más grandes. Curaciones milagrosas. Riquezas súbitas. Fertilidades imposibles. A cambio, exigía vidas. Ya no solo de parias. Gente “buena” también. Madres. Niños. Ancianos. Porque Ajt’an no distingue. Ajt’an se alimenta.
Cuando las desapariciones atrajeron la atención de afuera, el pueblo tembló. Sabían que vendrían. Sabían que los de la ciudad no entenderían. No creían. No respetaban.
Entonces llegó el hombre de uniforme.
Él vino solo, como un cordero entre chacales. Subinspector Julián Aldama. Taciturno. Con la ley en el bolsillo y el miedo aún dormido.
Preguntó. Buscó. Olfateó. Encontró restos. Fotografió huesos. Se acercó al estanque.
Ajt’an lo esperaba.
Nadie en el pueblo lo detuvo. Lo vieron caminar hacia el agua con su pistola enfundada y su rostro endurecido. Lo vieron mirar a la criatura y dudar por primera vez.
Ajt’an emergió. Enorme. Ya no parecía un ajolote. Era otra cosa. Un dios de carne cruda. Un tumor consciente. Una náusea viva.
Aldama disparó. Una, dos, cinco veces. Las balas entraron, pero no salieron. El cuerpo de Ajt’an las absorbió como si fuesen semillas.
Y luego lo engulló. Sin violencia. Como una grieta tragando un suspiro.
El agua se agitó. Las ramas se torcieron. El aire olía a cobre y hueso.
Durante tres días, Ajt’an flotó, hinchado, inmóvil. Su piel reventaba en zonas, dejando salir gas y larvas. Su carne se volvió blanquecina, fibrosa, casi vegetal.
La gente pensó que había muerto. Que el castigo había terminado.
Pero el agua cambió. Se volvió ácida. Deshizo raíces. Disolvió tierra. Secó el aire.
No fue muerte. Fue digestión.
Aldama fue la última ofrenda. Lo que el dios necesitaba para cerrarse. Para hundirse. Para esperar.
San Jacinto se vació. Las casas se llenaron de polvo. Los pozos dejaron de dar agua. El maíz no creció más.
Ajt’an ya no estaba. Pero tampoco se había ido.
En el cráter seco donde el estanque fue, solo quedaba barro endurecido y un olor a moho viejo. Pero si alguien se acercaba lo suficiente, podía ver algo…
Un ojo.
No abierto. Pero tampoco cerrado del todo. Como si pestañeara en cámara lenta.
A veces, en las madrugadas, el viento trae sonidos húmedos, como branquias.
A veces, las embarazadas sueñan con lodo tibio y una voz sin boca que susurra nombres.
A veces, nacen niños con membranas en los dedos.
Porque Ajt’an vuelve. Siempre vuelve.
Solo duerme.
Y sueña.
Y espera.