Tenía los flancos pegados al hueso, la piel llena de costras, los ojos abiertos como llagas secas. El zorro avanzaba con una cojera que gritaba historias de trampas oxidadas y madrigueras infestadas de larvas. Era un espectro con pelaje, una criatura quebrada, un sobreviviente sin esperanza.
En medio del campo podrido, al borde de un muro rajado y cubierto de líquenes como cicatrices, las vio. Las uvas.
Colgaban como órganos expuestos. Negras, hinchadas, rebosando una carne obscena que relucía con la luz sucia del atardecer. El zorro sintió cómo sus glándulas salivales se volvían navajas. Aquello no era deseo. Era necesidad primitiva, absoluta, un mandato molecular.
Saltó.
Y falló.
Su quijada golpeó la piedra. Uno de sus colmillos se partió. Un chorro de sangre brotó como una mueca escarlata. No chilló. No sabía chillar. Solo gruñó como gruñe un moribundo cuando aún no le han dado el tiro final.
Volvió a saltar. Y volvió a fallar. Se desgarró la piel de las patas. Se astilló las uñas. Vomitó bilis. Y aún así volvió a intentar.
Cuando por fin sus garras se clavaron en el borde del muro y pudo alzarse con la furia de un cadáver que se niega a pudrirse, no dudó. No pensó. Solo arrancó el racimo más bajo, el más hinchado, el que colgaba como un testículo maligno de la parra.
Y devoró.
Cada uva explotaba en su boca como ampollas de veneno caliente. Un dulzor enfermizo le nubló los sentidos. Comió hasta que su hocico fue solo una masa viscosa de jugo, saliva y sangre. Nada en su interior le decía que debía parar. Porque ya no había alma. Solo impulso.
Pero el veneno ya estaba viajando.
Primero un ardor en la vejiga. Luego una punzada en la espalda baja que se convirtió en fuego líquido. Sus riñones colapsaron como bolsas de carne estrujadas por dentro. El dolor no fue gradual: fue absoluto, como si algo en su interior lo estuviera arrancando pedazo por pedazo desde las entrañas.
Cayó al suelo y se orinó encima. El líquido era rojo. Luego vino el vómito, espeso, lleno de filamentos oscuros. Sus ojos se pusieron amarillos. La lengua, morada. Se arrastró unos pasos, no para vivir, sino para morir mirando el cielo. Pero el cielo era gris, plano, indiferente.
El zorro murió solo, desfigurado, rodeado de sus heces, su sangre y la podredumbre que él mismo eligió devorar.
Los cuervos no se acercaron. Ni las moscas. Hasta la carroña lo rechazaba.
Moraleja (si aún te importa): La obsesión no te libera. Solo cava una tumba más profunda. Y a veces, el precio de alcanzar tu deseo es la negación absoluta del descanso.
Colgaban como órganos expuestos. Negras, hinchadas, rebosando una carne obscena que relucía con la luz sucia del atardecer.
Esta IA la entrenaron con “las chambeadoras” o que onda
jajajaja, yo creo que sí
OpenAI, Meta y Google han robado de todo, literal de todo