No sé cuánto tiempo llevo aquí, atado a este pedazo de árbol muerto.
El sol me ha partido la piel y las moscas, esas bestias pequeñas, han hecho fiesta en mis heridas.
Cada año, en este pueblo hundido entre cerros y neblina, alguien tiene que ser llevado al tronco.
Dicen que así se abren los caminos para la cosecha, que la tierra, hambrienta y vieja, exige carne y sangre antes de dar su fruto.
Nadie me preguntó. Nadie nunca pregunta.
Los ancianos —caras de cuero, ojos de piedra— me señalaron una mañana.
Me untaron la frente con ceniza y me desnudaron frente a todos.
Luego me llevaron, arrastrando mis pies hinchados por el lodo, hasta el tronco negro, donde los otros antes que yo también esperaron su fin.
Dicen que lo que viene a buscarme no es hombre ni bestia.
Unos murmuran que es hijo de los dioses, desterrado a estas montañas para castigarnos.
Otros, más viejos, apenas susurran “nahual” y se persignan rápido, como si eso los pudiera salvar.
Yo he oído historias en la noche.
Dicen que camina como hombre, pero su sombra es demasiado larga.
Que huele a cobre y a madera podrida.
Que sus ojos son dos brasas húmedas en la oscuridad.
Ahora lo espero.
Atado.
Cubierto de fruta fermentada que atrae a los bichos.
Ofrecido.
Y cuando cae la noche, lo oigo.
Primero, un rumor en el monte, como viento sucio que acaricia las hojas.
Después, el crujido de las ramas, el chasquido de pezuñas mojadas en barro.
Mi cuerpo tiembla, sí, pero no de miedo: de emoción.
Lo veo salir de entre los árboles: una figura encorvada, deforme, mitad hombre, mitad algo que nunca debió caminar sobre esta tierra.
Su piel brilla bajo la luna, húmeda y agrietada como la de un lagarto.
Sus ojos… oh, sus ojos son pozos de fuego, y en ellos veo reflejado todo el dolor y toda la gloria de mi gente.
Se acerca lento, saboreando el momento.
Su boca, un tajo negro, se abre y un sonido gutural me atraviesa el pecho.
No es un rugido.
Es algo más antiguo. Más sagrado.
Yo no bajo la mirada.
No lloro.
No ruego.
Abro el pecho con mi propio orgullo.
Soy el alimento.
Soy el puente.
Soy la semilla.
El ser me rasga la carne con sus manos ganchudas, arrancando trozos de mí como si recolectara fruta madura.
Cada herida arde como el beso de un dios.
Cada gota de sangre que cae al suelo canta una canción que sólo nosotros, los elegidos, podemos entender.
Y yo río.
Río mientras mi cuerpo se deshace, mientras mis huesos crujen como cañas secas.
Porque sé que gracias a mí, vendrán las lluvias.
Las mazorcas engordarán como vientres felices.
Los niños tendrán pan en las manos.
Los viejos tendrán pulque en sus bocas agrietadas.
Mi sacrificio no es una condena.
Es un honor.
Cuando amanece, lo que queda de mí son jirones esparcidos entre las raíces del tronco.
El ser ya no está.
Sólo queda el silencio, grueso y pesado, como una bendición.
Los ancianos vendrán pronto.
Recolectarán mis huesos.
Me sembrarán entre las milpas.
Y cuando la cosecha levante su marea dorada, cuando el pueblo cante y el humo del copal se eleve en espirales al cielo, yo estaré en cada grano, en cada mordida, en cada canción.
Yo seré la tierra.
Yo seré el maíz.
Y mi nombre, aunque olvidado por las bocas, vivirá para siempre en sus entrañas.