En un rincón reseco de Sonora, donde el sol castiga como juez y el aire se espesa con polvo viejo y promesas rotas, se sostiene un pueblo que aprendió a masticar el silencio y escupirlo en forma de fe. Ahí, donde las calles son cicatrices de tierra roja, donde el sudor se mezcla con la plegaria y la sangre con el maíz, vive la gente con los dientes apretados y el alma bajo llave.
En el centro del pueblo, como una espina clavada en la memoria, descansa San Arcadio, el patrono. No es una estatua, es un pacto. Pequeña, gastada, intacta. Heredada como una culpa, cuidada como un secreto. La capilla nunca cierra. Siempre hay ojos. Siempre hay alguien que recuerda.
Y cuando alguien olvida, el tren se encarga.
No fue la primera vez. Ni sería la última.
Aquella noche llegó un forastero. Ojos huecos, hambre en los huesos, pasos torcidos. Nadie preguntó. Nadie respondió. Solo el polvo lo vio pasar.
Esa madrugada, la estatua desapareció.
El grito que despertó al pueblo no era humano. Era antiguo. El campanario chilló como si se partiera el mundo. Y los hombres salieron, uno a uno, como sombras convocadas por algo más viejo que la ley.
Lo encontraron entre los nopales, abrazado a la estatua, como un niño aferrado a su último aliento. No hubo sorpresa. Solo decepción. Otro más. Otro que no entendió.
Lo arrastraron. Lo golpearon. No con rabia, sino con la calma de quien cumple un deber. Como se hace con todos. El padre Eugenio lo esperaba en la capilla. Hombre de voz grave, manos callosas, y fe endurecida por los años. Le limpió la estatua con un trapo que se manchó al primer contacto. Tierra. Sangre. Lodo.
—Lo hice por mis hijos… por Dios… no sabía… —gimió el forastero, ya más sangre que carne.
El cura no contestó. Solo bajó la mirada.
Y los hombres entendieron.
Lo llevaron al poniente.
Donde siempre lo hacen.
Donde la línea del tren cruza el desierto como una sentencia escrita en hierro.
Lo ataron. Brazos abiertos. Cabeza erguida.
Un Cristo más, esperando su turno.
El tren no falla.
Llega todos los días.
A la misma hora.
Como una misa negra, como un Dios sin ojos.
Algunos lloran. Otros suplican. Él rezó.
Con la boca rota, con la garganta hecha pedazos.
Y el tren llegó.
Grande. Frío. Feroz.
Una criatura sin alma, pero con memoria.
El silbato cortó el aire. Las ruedas gritaban.
Y después, solo el eco de un castigo que ya todos conocían.
Carne. Polvo. Acero.
El pueblo no habló de él.
Como no hablan de los otros.
No hay tumbas. No hay nombres.
Solo polvo que el viento no quiere llevarse.
San Arcadio volvió a su sitio.
Como siempre.
Pero cada vez que un desconocido entra al pueblo con los ojos torcidos por la necesidad, los niños se esconden. Los viejos se persignan. Y los hombres, en silencio, limpian las vías.
Porque ahí no se perdona.
Ahí se juzga.
Y cada atardecer, cuando el tren silba en el horizonte, el pueblo baja la cabeza.
Y recuerda.
Porque en ese rincón de Sonora… el tren no olvida.
Y el pueblo tampoco.