En las sierras áridas de Oaxaca, donde la tierra se agrieta como piel vieja y el aire huele a polvo, humo y derrota, el pueblo de San Tomás de la Quebrada sobrevivía con las tripas apretadas. El sol caía sin misericordia, y cada temporada traía consigo un nuevo incendio.
No eran accidentes.
Las llamas no llegaban solas. Alguien siempre las traía. Alguien, con fósforos en los bolsillos y una sonrisa cobarde, le prendía fuego al monte como si fuera papel. Con cada incendio se iba algo más que árboles: se iban las milpas, los corrales, los nopales, los recuerdos.
Una vez, el fuego les robó hasta el cementerio viejo. Las cruces se doblaron como ramas secas y las lápidas sudaban ceniza. Ni los muertos tenían descanso.
Las autoridades venían solo cuando los reporteros llegaban. Tomaban fotos, hacían promesas huecas, y se marchaban en sus camionetas blancas, dejando tras de sí el olor de perfume caro y mentiras.
Pero el pueblo ya no quería consuelo. Quería sangre.
Y un día, la sangre se ofreció sola.
Era una madrugada, de esas que traen el frío sucio de los cerros quemados. Unos muchachos que cuidaban la acequia lo vieron. Un tipo, encapuchado, con un bidón a medio vaciar y cerillos en mano, merodeando por el borde de un peñasco. Lo alcanzaron sin decir palabra. Le cayeron como perros de caza.
Cuando le quitaron la capucha, nadie lo reconoció. No era del pueblo. Eso lo condenó más.
Lo amarraron con alambres que aún olían a óxido y viejo diesel. Lo tiraron al suelo, lo golpearon con lo que tenían a mano: palos, piedras, rabia. No gritaba. O no podía. Tenía los labios rotos, los dientes flojos. Pero en sus ojos seguía brillando algo. ¿Soberbia? ¿Miedo? ¿Conciencia?
Lo llevaron al centro del pueblo, arrastrado como cerdo al matadero. Nadie lo defendió. Nadie preguntó su nombre. No hacía falta. Solo bastaba una cosa: que él fue quien trajo el fuego.
Don Alejo, el más viejo del pueblo, fue quien dio la orden. No gritó. Solo escupió al suelo, se persignó y dijo:
—Por donde ardió la tierra… por ahí va a volver.
El tractor llevaba años sin usarse para labranza. Solo lo encendían para remover escombros, cadáveres de animales, chatarra. Ese día lo encendieron para otra cosa.
Le ataron los brazos con alambre de púas. La piel se cortó al primer nudo. Le amarraron los pies con soga mojada, tensa como promesa. Lo montaron en el camino negro, aún caliente por debajo. Lo ataron al enganche trasero del tractor, como si fuera carga para arrastrar.
El motor rugió con un quejido seco. La tierra tembló un poco.
Y empezó el viaje.
Al principio fueron solo raspones. Pero a cada metro, la piel se iba quedando atrás. El cuerpo botaba como trapo húmedo, rebotando entre piedras filosas, ramas quemadas, vidrio de botellas derretidas por el fuego. La carne se fue abriendo, rajándose en floraciones rojas. Los huesos comenzaron a verse como costillas de animal muerto.
Los niños no miraban. Pero los adultos sí. Con ojos secos, apretados, como si cada metro los hiciera respirar un poco mejor.
Lo arrastraron durante dos kilómetros. El mismo camino donde, meses antes, el fuego mató a una familia entera: un padre, dos niños, una madre embarazada. Sus cuerpos se encontraron fundidos entre ceniza, abrazados en una esquina de la cocina. Ese mismo lugar fue ahora altar de justicia.
Cuando el tractor se detuvo, lo que quedaba ya no se podía llamar hombre. Era solo un despojo humeante, hinchado, negro. Los dientes, apenas visibles. Un ojo colgando como fruta podrida.
Los cuervos llegaron primero. Voraces, impíos. Como si ya supieran. Empezaron por los ojos. Luego el abdomen. Luego todo lo demás. No hubo entierro. No hubo cruz. Solo el canto de las aves y el rumor del viento entre los matorrales secos.
Desde entonces, nadie más volvió a incendiar el monte. Y si lo pensaban, bastaba con mirar hacia el camino negro, donde aún quedaban jirones de carne pegados a las piedras.
Porque el pueblo de San Tomás aprendió algo que el fuego les enseñó:
Que hay cosas que solo se apagan con sangre.